Los Cosacos

Los cosacos jugaron un papel especial en la historia de Rusia. Como comunidades libres, sirvieron al mismo tiempo a distintos zares, en particular de la casa Romanov, y protagonizaron al mismo tiempo en el pasado rebeliones campesinas importantes. Las tradiciones de los cosacos comenzaron a extinguirse a principios del siglo XX, con la guerra civil en Rusia, y posteriormente durante el periodo soviético, para tocar a su fin con la Segunda Guerra Mundial. Aunque hoy existe cierto renacimiento cosaco, las tradiciones de antaño, en un mundo que ha pasado a ser predominantemente urbano, se han convertido sobre todo en reliquias para pieza de museo y atracción turista. Con todo, el aporte de los cosacos a la historia militar y social de Rusia permanece en la memoria.

Desarrollo

El mundo de hoy ya no es un mundo rural, habida cuenta del grado que ha alcanzado la urbanización en la mayoría de los países del planeta. Con el paso de un mundo a otro, las gestas campesinas suelen ser olvidadas por doquier, y no parecen ya más que reliquias del pasado. De hecho, lo son: las rebeliones en el campo se han vuelto extremadamente raras, con todo y sus contradicciones, aunque en algunos lugares se suela seguir venerando las revueltas de antaño (como ocurre aún esporádicamente con Zapata en México), que ya no se producen en las grandes ciudades. En el pasado ruso, las comunidades rurales de cosacos llegaron a ser famosas por su indomable libertad, por su modo de vida y, también, por las rebeliones que protagonizaron algunos de sus héroes. Aunque sea una historia que ha caído, como Pushkin, en el olvido entre las nuevas generaciones, no faltaron en el siglo XX escritores, como Shólojov y Shukshin, para inmortalizar la vida cosaca, como lo habían hecho en el pasado Lermóntov, el propio Pushkin y León Tolstoi.

El origen de la palabra “cosaco” ha sido objeto de algunas polémicas. Mientras que para un autor como Portisch significa en tártaro “hombre libre”, para Yves Bréhéret la palabra “kazak” quiere decir – siempre en tártaro – “vagabundo”, “aventurero a caballo” (jinete) o, también, “hombre libre”. Para el historiador británico John Ure, los cosacos eran llamados originalmente por los turcos quzzags, término que fue evolucionando a kazaks, una palabra tártara que significa “jinetes”. En todo caso, para Portisch, en tiempos antiguos se llamaba “cosacos” a los siervos, campesinos y soldados que huían de la explotación de los nobles rusos, de los tártaros extranjeros y del servicio militar obligatorio, para dirigirse a las estepas del sur de Rusia, en particular hacia las regiones del Dniéper, el Don y el Volga, lugares a donde no llegaba el brazo de los grandes duques y desde donde se podía luchar libremente contra los tártaros.

Étnicamente eslavos, los cosacos llegaron a tener una comunidad muy bien organizada en Zaporozhie, al sur de la actual Ucrania, y que llegó a llamarse Malorossia, la “pequeña Rusia”. Los cosacos zaporogos del Dniéper vivían en una serie de islas prácticamente inaccesibles, y sus ritos de iniciación eran más severos que los de las demás comunidades cosacas. Con sus embarcaciones, llamadas “gaviotas”, se dedicaban entre otras cosas a la piratería. A finales de la Edad Media, las poblaciones cosacas quedaron bajo el fuego cruzado de Polonia, Lituania y Rusia, y mantuvieron relaciones tensas con los rusos de Moscovia. Algunos cosacos llegaron a colaborar con los polacos, aunque las relaciones con éstos no fueran muy buenas: prueba de ello habría de ser la terrible persecución del cosaco Bogdan Jmelnitski contra los polacos entre 1637 y 1647.

Andando el tiempo, bajo la égida de Iván IV El Terrible, se estableció un estatuto especial para la voiska cosaca (“tropa”) del río Don (hacia 1570). Estos estatutos garantizaban una administración autónoma de las comunidades cosacas, actividades comerciales libres de impuestos, concesiones de tierras y eventuales títulos de nobleza, a cambio de que los cosacos resguardaran las fronteras rusas de las incursiones enemigas. Curiosamente, en tiempos de Iván El Terrible, las bandas cosacas, formadas en un comienzo por tártaros disidentes, quedaron engrosadas con refugiados de Moscovia y las tierras del norte de Rusia, donde se acrecentaban los poderes de los terratenientes sobre los campesinos. En todo caso, Iván el Terrible había hecho una contribución decisiva a la centralización militar del Imperio zarista con la incorporación de los cosacos, la creación de las fuerzas de lstreltsi (“francotiradores”), que jugarían un papel clave en la toma de Kazán, y la temible “policía” de uniforme negro de los oprichniki (“fuerzas especiales”), dedicados a la persecución de los boyardos, nobles a veces demasiado poderosos de Rusia.

Los cosacos habrían de hacerse famosos, entre otras cosas, por su indumentaria. Los trajes nacionales cosacos incluyen el kaftán (un tipo de casaca) o bien la cherkessa (túnica larga de origen circasiano, con cartucheras adosadas). En tiempos del Imperio zarista ruso, los cosacos se distinguían por un pantalón azul con una franja roja, lo que significaba que estaban “libres de impuestos”. Igualmente famosos se volvieron el kinzhal (puñal caucasiano), el shashka (sable) y la temida nagaika (látigo o fusta). Los cosacos llegaron a dominar un verdadero arte ecuestre con acrobacias dignas de un circo (algunos las han llamado djitovka). Desde los primeros asentamientos cosacos se hicieron populares el vino, el vodka y las canciones (de donde la expresión “beber como un cosaco”): el gopak, una danza de origen ucraniano, se convirtió en la música preferida, que hacía que los cosacos saltaran sobre las mesas y patearan y lanzaran las piernas al aire mostrando su flexibilidad y la de sus botas de cuero.

Aunque cristianos, la religión no jugó un papel demasiado importante entre los cosacos. En Cherkassk, el principal enclave de los cosacos del Don, no se construyó ninguna iglesia hasta casi un siglo después de Iván el Terrible. Aunque los cosacos luchaban contra los “infieles”, en ocasiones se aliaron con los musulmanes y, como ya se ha mencionado, con los católicos polacos. Antes que nada, sin mayor congruencia en religión ni en confesión, los cosacos se convirtieron en un estamento militar.

Los cosacos consiguieron una peculiar forma de organización social. Cada comunidad cosaca era más o menos autónoma; podía consistir en una aldea (stanitsa) o un campamento fortificado (gorodki). Al fundar una stanitsa se levantaban finalmente una iglesia y una escuela mixta (para hombres y mujeres), y solamente después se creaba el resto de las construcciones (hospitales, casas particulares, graneros…). En 1850, mientras el índice de analfabetismo en Rusia llegaba al 85 %, en las comunidades cosacas, instruidas, no llegaba al 5 %. Las comunidades cosacas financiaban la instrucción de sus miembros con sus propios medios: las stanitsi brillaban por sus logros económicos y culturales.

La asociación de los cosacos con el Imperio Ruso hizo que sus autoridades fueran directamente elegidas por el zar, aunque con ciertas restricciones. El pueblo cosaco se rigió por determinadas normas, que castigaban por ejemplo los delitos de robo (dentro de la comunidad), homicidio y otros muchos. Por embriagarse en público o por maltratar a una mujer, la sanción era de un número indeterminado de latigazos con la nagaika en el maidan (una especie de plaza pública), luego de lo cual el infractor debía inclinarse y agradecer en voz alta la “lección”. Las sanciones podían aplicarse sin importar el estatuto o nivel económico, y el robo de fondos de la comunidad o la traición se pagaban con la pena de muerte.

Los encargados de dictar las normas y de ordenar las sanciones eran los respetados jueces locales, elegidos (como el atamán o hetman, la máxima autoridad de la comunidad cosaca y comandante supremo en tiempos de guerra) por toda la comunidad, de modo democrático, una vez al año. El juez podía aplicar sanciones a todos, incluso al atamán. Las decisiones trascendentales para la comunidad se tomaban en los krugs (asambleas populares). La solidaridad interna siempre estuvo muy presente: en tiempos antiguos, en la comunidad cosaca de Zaporozhie (finalmente desplazada por las autoridades rusas a las costas del río Kubán y del Mar Negro); a los jóvenes que eran los únicos que mantenían a la familia se les colocaba un pendiente en la oreja que los eximía de las misiones militares peligrosas, salvo que la decisión de participar en éstas fuera voluntaria.

El fin de los heroicos cosacos, en el siglo XX, fue de algún modo decepcionante. Como Búfalo Bill en Estados Unidos, aunque no se tratara de vaqueros, con frecuencia terminaron convirtiendo sus proezas de antaño (entre ellas, el arte de montar a caballo con los espectaculares ejercicios de destreza) en espectáculo circense para los occidentales. Algunos cosacos, en efecto, habían huido al exterior durante la guerra civil rusa (1918-1921), luego de servir a las tropas contrarrevolucionarias “blancas” y hasta a los anarquistas “negros” de Makhno en Ucrania, mientras otros, los que se quedaron, llegaron a integrar el ejército soviético, con la temible caballería de Budionny. Los cosacos que partieron al exilio se instalaron en Francia, Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Canadá, Australia, Argentina, Chile y muchos otros países. Algunos, como los cosacos residentes en Nueva Jersey (Estados Unidos), lograron mantener museos y bibliotecas nacionales cosacos.

Durante la guerra civil en Rusia, la alianza entre los cosacos y los “blancos” ni siquiera había sido demasiado firme, aunque juntos pelearan contra los “rojos”. Los cosacos reclamaban una “República cosaca independiente” (la Unión de Cosacos del Don y del Kubán), bajo la dirección de Piotr Nikolayevich Krasnov, pero los monarquistas “blancos”, como en el pasado zarista, se oponían a cualquier veleidad autonomista de sus “aliados”. La división entre los cosacos era tal que el historiador ruso Kliuchevski habría de acusarlos de carecer de “toda solidez moral y ética”. Ya desde 1918, Krasnov había dicho de sus compañeros cosacos: “somos muy ruidosos, pero es poco lo que hacemos”.

Con el fin de la Primera Guerra Mundial, algunos cosacos, apoyados por el jefe contrarrevolucionario “blanco” Wrangel, se encontraron en Grecia, Yugoslavia y otros países balcánicos, solo para constatar con frecuencia que el trato de sus “aliados”, en especial los británicos, no era realmente de amistad, como lo relatara en sus memorias el cosaco Nicolas Svidin (Le secret de Nicolas Svidine). Algunos, como el propio Svidin, lograron llegar hasta Francia e instalarse allí, para trabajar como choferes de taxi, en centros de juegos de azar de la Costa Azul (en Niza), como obreros o granjeros, en las terribles condiciones de la Legión Extranjera francesa en Marruecos, o en centros nocturnos (Svidin terminaría dirigiendo un coro de cosacos del Kubán), con una vida de peripecias. Svidin, quien conocía el lugar en Bulgaria donde había sido enterrado el “tesoro” de los “blancos”, con pertenencias (en particular de joyería) y papeles de cierto valor, y que hizo hasta lo imposible por recuperarlo (incluso utilizando un curioso pasaporte panameño), no dejó de constatar que, si en la Unión Soviética los procedimientos de la policía eran extremadamente duros, en un país como Bélgica las cosas no siempre eran más sencillas. Al igual que otros “rusos blancos”, algunos cosacos, como el mismo Svidin se negarían más adelante a pelear junto con la Alemania nazi contra la Unión Soviética, por más desacuerdos que tuvieran con los bolcheviques. Algunos cosacos regresaron después de la última conflagración mundial a la Unión Soviética, aunque llegaron a ser deportados a Siberia para trabajos forzados (en el caso de que hubieran colaborado con los “blancos” durante la guerra civil), y murieron en la miseria y el olvido.

Todavía durante la Segunda Guerra Mundial, y luego de haber rechazado a veces las colectivizaciones forzadas de Stalin (años ’30 del siglo XX), hubo cosacos que terminaron colaborando con los alemanes, con la vana esperanza de obtener cierta autodeterminación, mientras otros se alistaron en el Ejército Rojo y hostigaron desde la retaguardia al ocupante nazi. En realidad, no era mayor el interés de Berlín por la suerte de los cosacos, aunque se necesitaba una política para “dividir y reinar”. Algunas comunidades cosacas no fueron las únicas en colaborar con los alemanes. También lo hicieron, por ejemplo, grupos montañeses de chechenos, lo que les costaría posteriormente la deportación.

En el caso de algunos grupos cosacos, su papel durante la última conflagración mundial no había sido muy brillante. Ciertamente, muchos (cerca de 100 mil) servían en el Ejército Rojo, y a ellos se sumaron voluntarios y reclutas, entre otros bajo el mando del general Dovator: atacaron a las divisiones Pánzer alemanas, penetraron por detrás de las líneas enemigas, sabotearon trenes de aprovisionamiento y atacaron cuarteles de campaña de las SS. Varios regimientos cosacos fueron ascendidos, como el Cuerpo de Caballería del Kubán. Pero cuando los alemanes entraron en la Unión Soviética, algunas comunidades (stanitsis) cosacas los recibieron como liberadores, como ocurriera incluso en Novocherkassk, la “capital” cosaca del Don, donde Serguei Pavlov se autonombró atamán local (jefe de la comunidad) y reclutó cosacos para pelear junto con los germanos contra el Ejército Rojo. Entre los partidarios de los alemanes solían haber antiguos cosacos “blancos” durante la guerra civil (como el general Krasnov), y existió un caso por demás curioso: el del coronel de las SS Helmut von Pannwitz, procedente del Báltico, con algunos conocimientos del idioma ruso, que fue asignado por el alto mando alemán para dirigir divisiones cosacas al servicio del invasor, y logró convertirse en atamán general con el atavío del Kubán.

Con todo, Berlín nunca dejó de considerar a los cosacos Untermenschen, “seres inferiores”, aunque “un poco menos” que los rusos. Luego de la derrota alemana en Stalingrado, las divisiones cosacas de von Pannwitz fueron a parar de la manera más extraña, ya en plena retirada, en Yugoslavia (particularmente en Croacia) para luchar contra los partisanos de Tito, mientras que un regimiento de cosacos del Don, bajo el mando del general Domanov, acabó luchando con los alemanes en el norte de Italia, con cerca de 10 mil hombres. Con todo, von Pannwitz acabó huyendo desde Austria para unirse a los partisanos chetniks (monárquicos y anticomunistas) serbios, y Domanov se refugió igualmente en Leinz (Austria). La grandeza de algunos combatientes cosacos, que seguía atrayendo a los occidentales, tocaba a su fin: los británicos tomaron cerca de 30 mil prisioneros cosacos de guerra en Austria, y fueron entregados a los soviéticos, de acuerdo con lo establecido en Yalta. Considerados como desertores y traidores, muchos fueron pasados por las armas (Krasnov, Domanov y von Pannwitz) y otros desterrados a tierras lejanas en Siberia. Los cosacos prisioneros no pensaban que serían entregados por los británicos.

Con el desplome de la Unión Soviética, el ahora ex presidente Boris Yeltsin intentó de algún modo rehabilitar las tradiciones cosacas, aunque ya convertidas en motivo de atracción turística (como las “guardias montadas” para vigilar las calles de San Petersburgo). Pero también hubo cosacos que, oponiéndose a Yeltsin, defendieron el Parlamento Ruso del asalto armado de Yeltsin. Mientras que en ese momento el líder comunista Guennadi Ziuganov llamaba a la calma y a no ejercer la violencia, unos cuantos cosacos se confundieron con fuerzas de extrema derecha (monarquistas y “nacional-bolcheviques”) para defender a sangre y fuego el Parlamento.

En 1990 se formó la Unión de Cosacos Rusos, integrada en gran medida por cosacos “soviéticos”, mientras que en 1991 vio la luz la Unión de Huestes Cosacas en Rusia y el Extranjero, con los cosacos perseguidos durante la época comunista, con frecuencia descendientes de excombatientes “blancos” durante el periodo de la guerra civil. Cuando se pensaba que las proezas cosacas habían quedado en el pasado, resurgieron con el desplome de la Unión Soviética. Algunas comunidades cosacas, aunque se opusieran a la descolectivización de la agricultura, comenzaron a reclamar un mayor dominio sobre sus recursos naturales y sus riquezas. El renacimiento cosaco, que había comenzado en la primavera de 1990 con una reunión en Rostov (en noviembre de 1990 se reunió la Primera Conferencia del Ejército del Don, que eligió al filósofo Mijaíl Mijáilovich Shólojov –hijo del célebre escritor- como su atamán), reclamó una mayor autonomía cultural, para que los cosacos pudieran tener sus propias escuelas, la “Facultad cosaca” en la Universidad de Kubán, películas cosacas e incluso una enciclopedia local. Desde 1991, asambleas populares cosacas reclamaron establecer bancos y bolsas propios para financiar sus actividades, aunque el reclamo no tuvo muchas repercusiones. Algunas reivindicaciones probablemente hayan ido demasiado lejos: algunos cosacos llegaron a reclamar el gobierno de una ciudad como Rostov, aunque no existiera allí una mayoría cosaca, y lo mismo habría de valer para ciudades más pequeñas, como Krasnodar y Stavropol.

Los cosacos buscaron enrolarse pronto en la defensa de las fronteras territoriales étnicas rusas. En 1992, algunos se alistaron para defender a los rusos en Moldavia, un territorio relativamente pequeño de la antigua Unión Soviética que anida entre Ucrania y Rumania. En 1993, los cosacos entraron nuevamente en acción, esta vez en el Caúcaso, para defender a la población de osetios contra los ingushes: en el siglo XIX, los cosacos del Terek ya habían sido aliados de los osetios. Algunos cosacos más acudieron a Bosnia en ayuda de los serbios, a Abjazia y el Karabaj en el Caúcaso, y a Tayikistán, cuando en agosto de 1998 las fuerzas de talibanes afganos se acercaron peligrosamente a la frontera ex soviética. De igual forma, los cosacos se opusieron a una posible devolución de las islas Buriles a Japón, ya que algunos de ellos habían participado en el pasado en el descubrimiento de la región. Aún así, los cosacos no consiguieron la plena confianza de Yeltsin y, ya en el conflicto con Chechenia, las patrullas cosacas se dedicaron a una inveterada actividad: el pillaje. Yeltsin, aún con demagogia electoral, dudó en hacerse de una guardia pretoriana de cosacos. Quedaba el recuerdo de los últimos tiempos del régimen zarista, entre 1905 y 1917, cuando los cosacos, convertidos en policía montada de las ciudades, fueron empleados en varias ocasiones para reprimir manifestaciones populares de descontento (por ejemplo en San Petersburgo), en particular de obreros y campesinos. Boris Pasternak hubo de relatar las cargas de cosacos contra multitudes descontentas en el libro autobiográfico El salvoconducto, y también en uno de los primeros capítulos de El Doctor Zhivago. Antes, los cosacos también participaban en ocasiones en los pogroms contra los judíos.

 

Por lo demás, pronto se confirmó que algunos cosacos poderosos se encontraban involucrados en los asuntos de mafias. Tuvo que llegar Vladimir Putin al poder en Rusia para que el problema del estatuto cosaco volviera a plantearse, luego de que, en 1920, Lenin anulara la condición especial de que gozaban estas comunidades, sobre todo en la medida en que habían prestado ayuda a los contrarrevolucionarios “blancos”. Aunque el estatuto especial les fue devuelto en 1990, los cosacos esperaron que se les volviera a llamar a defender a Rusia, y desde Putin (en particular, desde el año 2005) se les consagró como “guardianes de frontera” (una modalidad del servicio militar profesional), sobre todo en las cercanías del Caúcaso y ante la infiltración del terrorismo checheno en las fronteras meridionales de Rusia.

En toda su historia, los cosacos siempre tuvieron que enfrentarse al problema de las lealtades divididas, y, en ocasiones, incluso al doble juego con el poder ruso, como el que llevara a cabo el caudillo Iván Stepanovich Mazzepa (que inspirara una obra de Byron), que en el siglo XVIII sirvió a los invasores suecos de Carlos XII contra Pedro el Grande. Aunque partidarios de los zares, los cosacos, amantes de la libertad, siempre fueron tratados por los dueños de Rusia con cierto recelo, aunque a la larga se convirtieran en una especie de guardia pretoriana. Prueba de este recelo está en que el atamán de los cosacos solía ser un ruso, y no un cosaco.

Los cosacos cumplieron con una labor de primer orden en la conquista de la inmensa Siberia, aproximadamente al mismo tiempo que los conquistadores españoles se adelantaban por el continente americano. Sin embargo, y pese a que avanzaban con los íconos y emblemas religiosos por delante, los cosacos no emprendieron el exterminio sistemático de las poblaciones que encontraban a su paso, ni consiguieron realmente sojuzgarlas, pese a esporádicas escaramuzas e innegables exacciones. A diferencia de lo que ocurriera en América, la conquista de Liberia no se hizo con la espada por delante.

Cuando los cosacos del Don comenzaron a adentrarse en el oriente ruso, Cristóbal Colón aún no había descubierto América, y su ruta marítima habría de ser más corta que la que los cosacos emprendieran por la enorme masa terrestre siberiana. Estimulado por la familia de comerciantes y aventureros Stroganov, el cosaco Yermak Timofeyevich, apoyado por siervos exiliados y delincuentes en fuga, fue el primero en explorar Siberia Occidental (hasta las vertientes orientales de los Urales, palabra que en tártaro significa “cinturón”), desde 1581, y en enfrentarse –lo que a la larga le costaría la vida- con las bandas de tártaros islamizados asentados en la región. Muerto Yermak, los cosacos prosiguieron, pese a las inclemencias de un medio con frecuencia inhóspito, con su expansión por los cinco mil kilómetros que conforman la mayor masa terrestre de la tierra (llegaron al Pacífico por el mar de Ojotsk, al norte de Japón, en 1639). El ritmo de expansión de los cosacos en Siberia, desde que Yermak la iniciara en 1581, llegaba hasta casi siete mil quinientos kilómetros cuadrados al año. Interesados en el comercio de pieles, los cosacos fueron adentrándose por el Lena (el cosaco Basilio Bugor fue considerado su descubridor), y Piotr Beketov comenzó con la fundación de Yakutsk. Otros cosacos llegaron hasta el Kolyma e incluso a Novaia Zemlia, en el extremo norte de Liberia. Llegados por el sur hasta el río Amur, los cosacos se enfrentaron ocasionalmente con los chinos. En 1648, Semyon Ivanovich Dezhnyov consiguió rodear la península de Chukotka y atravesar el estrecho entre Siberia y Alaska: logró demostrar así que el continente asiático no estaba unido por tierra a América ni a la gran masa ártica, pero su informe fue guardado durante cien años en los archivos de Yakutsk, hasta que Pedro el Grande enviara al danés Vitus Bering para cartografiar la región. En todo caso, si hubo exacciones de los cosacos en Siberia, fue en la medida en que no recibían ninguna paga y tenían que recurrir al pillaje, como ya era habitual. Siempre en Siberia, los cosacos llegaron hasta las orillas del río Amur, como habrían de hacerlo más tarde hasta el Ussuri, desecaron enormes marismas, y a costa de un duro trabajo y grandes sacrificios crearon nuevos campos de cultivo y de cría de ganado. Las orillas del Amur podían ser el granero de Siberia. El cometido principal de aquellas colonias de cosacos era el de defender los territorios recientemente conquistados frente a las ambiciones chinas, aunque las comunidades cosacas también habrían de recibir ayuda de jornaleros chinos. Con los cosacos vivían condenados a destierro a Siberia. Finalmente, la paz entre rusos y chinos en el Amur llegó con los Tratados de Nerchinsk (1689).

La Conquista y el conocimiento de Siberia no fue el único servicio que los cosacos prestaron a los zares de Rusia. También se enfrentaron a los turcos en los alrededores del mar de Azov, para beneficio de Pedro el Grande, se adentraron por Asia Central hasta toparse con los británicos (los rusos albergaban la idea de llegar hasta los mares cálidos, una idea que por cierto repetiría de la manera más absurda el demagogo ruso Vladimir Jirinovski, a finales del siglo XX), pero sobre todo sirvieron para luchar, desde las orillas del río Terek, contra la resistencia de los pueblos montañeses del Caúcaso, como los chechenos, ya en el siglo XIX. Fue en ese contexto que Lermóntov escribió, además de Un héroe de nuestro tiempo, los versos de la Canción de cuna cosaca. En la novela de Lermóntov, el “antihéroe” Pechorín, noble ruso, conoce finalmente una guarnición de cosacos del Terek, luego de sus aventuras por el Caúcaso. Por su parte, León Tolstoi también habría de inmortalizar a los cosacos del Terek en su novela homónima, Los cosacos, donde el héroe (¿o “antihéroe”?) noble ruso Olenín, cuyo desgano contrasta con el vigor de sus huéspedes (que luchan contra los abreks chechenos), se enamora de la muchacha cosaca Marianka.

El historiador John Ure explica esta fascinación que podían ejercer las cosacas: “las mujeres en una stanitsa cosaca eran muy diferentes de sus congéneres del norte de Rusia, explica Ure, y radicalmente opuestas a las mujeres que podían encontrarse en un harén turco, más al sur. Las mujeres cosacas eran famosas por su independencia y espíritu; participaban en los mismos trabajos que los hombres y también compartían la camaradería en el campamento”. Las mujeres debían criar a sus hijos, atender la agricultura y los negocios y cuidar los bienes mientras sus maridos se encontraban en campaña militar, pero, en ocasiones, familias enteras de cosacos seguían a las tropas con todas sus pertenencias, y las mujeres llegaban a luchar junto con los hombres. Las mujeres cosacas gozaban de libertades, trato igualitario y mucho respeto desde el siglo XV, algo que para muchos se antojaba inimaginable. Las bodas cosacas eran una auténtica fiesta, y muy especial por su manera de proceder: el novio, vestido con la cherkessa, a caballo, acompañado por una docena de amigos, iba a buscar a la novia a galope a través de la stanitsa, y disparaba al mismo tiempo tiros de pistola al aire. La novia subía en un equipaje e iba a la iglesia, escoltada por el novio y sus amigos. Luego de la ceremonia religiosa, ya de por sí con la belleza del rito ortodoxo, se volvía a casa y comenzaba la fiesta.

En el siglo XX, durante el periodo soviético, Shólojov escribió la novela más larga que se haya escrito sobre los cosacos, El Don Apacible. En ella retrató las contradicciones del cosaco del Don, Grigori Mélejov, que ora luchó con los “rojos”, ora se convirtió en bandido, y que jamás terminó de idealizar, sin llegar a mirar más lejos, el “tercer camino” que glorificaba las comunidades cosacas de antaño y, además, lo aislaba del pueblo. El personaje de Shólojov habría de ser un héroe popular, pero trágico.

Quizás una de las proezas más grandes de los cosacos haya sido el servicio prestado al ejército ruso durante la invasión napoleónica, a principios del siglo XIX. Como los franceses, el teórico prusiano de la guerra, von Clausewitz, habría de asombrarse por el modo en que los cosacos se lanzaban con la mayor ferocidad sobre la retaguardia de las tropas de París que se retiraban en desorden y en pleno invierno de Rusia. La campaña rusa llegó hasta la capital francesa, junto con los cosacos, y uno de ellos, el conde Matvei Ivanovich Platov, habría de hacerse famoso entre los ingleses y desfilaría con sus huestes en Hyde Park. En Londres, como antes en París, los legendarios cosacos se habían convertido en una de las grandes atracciones del público que asistía a los desfiles de la victoria contra Napoleón. Cuenta la anécdota que Napoleón dijo en alguna ocasión, aunque pensara de ellos que eran poco menos que salvajes: “denme 20 mil cosacos, y conquistaré a toda Europa y hasta el mundo entero”. La respuesta de los cosacos del Don, por boca de sus atamanes (jefes), habría sido ésta: “mande 20 mil francesas, y dentro de 20 años tendrá 20 mil cosacos. Pero todos ellos van a servirle a Rusia”.

Si los cosacos no sirvieron siempre fielmente a los zares (del mismo modo en que no lo había hecho Mazzepa), es en la medida en que llegaron a encabezar varias revueltas campesinas que habrían de sembrar el miedo en la Rusia de la servidumbre. Entre estas revueltas destacan las de Yemelian Pugachev y de Stenka Razin, sobre las que habremos de detenernos aquí. Seguramente la revuelta del segundo haya dejado una mayor estela que la del primero, al grado de inspirar la legendaria canción de Stenka Razin.

La revuelta de Yemelian Pugachev contra las tropas rusas de Catalina la Grande de Rusia (Catalina II) se produjo en el siglo XVIII. El cosaco del Don, nacido en 1742, había peleado contra Federico el Grande de Prusia y contra los turcos, hasta convertirse con el paso del tiempo en un bandido siempre fugitivo. Hacia 1773, Pugachev aprovechó el descontento de los cosacos del Don, pero sobre todo del Yaik (en los Urales), de muchos siervos rusos de la gleba fugitivos y de los “viejos creyentes” religiosos ortodoxos para declararse –lo que le valdría ser llamado “impostor”- zar y “Emperador Autócrata, el Gran Señor Pedro Fedorovich de Todas las Rusias”, y para lanzarse en una sublevación que habría de expandirse por el Volga y las riberas del Yaik, con un número de rebeldes que llegaba hasta los 25 mil hombres. Catalina la Grande decidió perseguir de modo implacable a Pugachev y salvó así la fortaleza de Oremburgo. Derrotado por primera vez, Pugachev consiguió rearmarse y marchar hacia Perm y Kazán, donde los cosacos se libraron al pillaje y el incendio de la mayor parte de la ciudad. En 1774, Pugachev anunció que, desde Kazán, marcharía hacia Moscú. Pero ya tenía un infatigable persecutor: el coronel ruso Mijelson, que le siguió los pasos hasta derrotarlo en las cercanías de los Urales. Entretanto, Pugachev había prometido a los siervos nuevos derechos y la abolición de los impuestos, y había sembrado el terror entre los terratenientes, como en Saransk, Penza y Saratov. Acorralado por Mijelson, Pugachev finalmente tuvo que darse a la fuga: cuando se puso precio a su cabeza, fue entregado a los rusos por el antiguo cosaco Iván Tvorogov. Enjaulado como un animal, Pugachev, que en una de sus correrías se había negado a reconocer a su propia familia (esposa e hijos) por seguir en el papel de “impostor”, fue llevado a Moscú y ejecutado el 10 de enero de 1774, luego de ser mutilado, estigmatizado y flagelado (aunque Catalina la Grande le otorgara la “clemencia” de cortarle primero la cabeza), y los hijos inocentes del rebelde fueron enviados a una fortaleza remota donde permanecieron encarcelados durante más de 50 años. En su ira, Catalina la Grande rebautizó el Yaik (que se convirtió en Ural), y muchos cosacos zaporogos y del Volga fueron obligados a reasentarse en el Caúcaso, a lo largo del río Terek.

La revuelta de Pugachov habría de servir de marco para la novela de Alejandro Pushkin, La hija del capitán, una historia romántica donde el héroe, un noble ruso, acabaría entablando una extraña amistad con Pugachev, pese a la crueldad de éste. Pushkin había estudiado con detalle la revuelta de Pugachev, para escribir el trabajo científico Historia de la revuelta de Pugachev. Curiosamente, el célebre autor ruso habría de retratar a un Pugachev despiadado, pero también justo, talentoso y valiente, sagaz y humano. La hija del capitán transcurre así, en buena medida, en la fortaleza de Belogorsk, no lejos de Oremburgo y del cuartel de Pugachev en Berda, y no deja por cierto de poner de relieve la traición de ciertos rusos y la constante deserción de los cosacos a favor de Pugachev.

Más famosa que la revuelta de Pugachev habría de resultar la de Stenka Razin, uno de los grandes héroes populares en la Rusia en la Rusia del siglo XVII, y que tendría por escenario el Volga. Como ha escrito el historiador John Ure, “la leyenda cobra fuerza con la simple mención del Volga, ya que este río es en sí mismo una parte integral de la historia y la conciencia rusas”. Se ha dicho que quien controla el Volga desde Yaroslavl (cerca de Moscú) hasta Astraján (en el mar Caspio) controla de hecho la Rusia europea: el primero en conseguirlo fue Iván el Terrible. La revuelta de Razin dio lugar a canciones de taberna y relatos apócrifos, pero una de esas canciones habría de perdurar hasta hoy en la memoria.

Stenka Razin tuvo pronto razones para enfrentarse con la autoridad zarista, ya que su hermano Iván, miembro leal de un regimiento de cosacos del Don, se convirtió en desertor y fue capturado y colgado por los rusos. Razin se convirtió en pirata del Volga, para descender río abajo hasta Astraján y, con cerca de 20 mil hombres, dedicarse al pillaje contra los persas en el Mar Caspio. Ya se había atraído la enemistad de Moscú e intentó, infructuosamente, buscar la protección del sha de Persia. Siguió con la piratería en el Caspio hasta que prácticamente fue derrotado por los hombres del sha. Con todo, Razin ya había ganado una enorme popularidad en Astraján. Desde 1670, Razin comenzó a acariciar nuevas ambiciones: descontentos por la sobrecarga de impuestos, los pequeños granjeros buscaban refugio entre los cosacos; lo mismo hacían soldados sin paga y “viejos creyentes” (raskolniks), enemistados con un patriarca reformador que pretendía modificar los rituales tradicionales de la Iglesia ortodoxa rusa. Todos ellos, junto con tártaros, bashkires, kalmicos y otros, terminaron por engrosar las desorganizadas filas de Razin, que decidió lanzarse Volga arriba y asediar Tzaritsin (la futura Volgogrado y Stalingrado) con éxito. Cayeron más ciudades: Kamishin, Saratov y Samara, al igual que Penza y Tambov. En su campaña, Razin había conformado un “ejército” de cerca de 250 mil hombres. La respuesta de Moscú sería implacable en Simbirsk, en el cauce superior del Volga, y que era en muchos sentidos la llave que conducía a Kazán, Nizhni-Novgorod, Vladimir y Moscú. Aunque el asedio de Razin fue prolongado, las tropas zaristas, con los streltsi, mosqueteros regulares y disciplinados, resistieron. El “populacho” que acompañaba a Razin sufrió fuertes bajas, y el caudillo tuvo finalmente que darse a la fuga con una pequeña escolta de jinetes cosacos. La Iglesia y el Estado pusieron precio a su cabeza y comenzó una persecución despiadada. Fueron cosacos leales al zar –y a traición, como solía ocurrir en las rebeliones campesinas de antaño- los que capturaron a Razin y lo llevaron encadenado a Cherkassk. De ahí fue enviado con su hermano Frolka a Moscú, donde fue paseado engrilletado sobre un carro. No hubo juicio. Luego de soportar las peores torturas, Razin fue ejecutado, y entre 1671 y 1672 se abatió sobre el Volga una represión implacable, donde los nobles boyardos que tanto odiaba el caudillo cosaco se cobraron las afrentas recibidas. El zar decidió mejorar la paga de los soldados, luego de percatarse de la poca fiabilidad de los streltsi en las guarniciones del Volga. Para John Ure, Stenka Razin dejaría en todo caso “un legado que se convertiría en parte indisoluble no sólo del folclore sino también del propio carácter ruso”. En adelante, “para bien y para mal, habría un poco de Stenka Razin en cada ruso y mucho en cada cosaco”.

Vassili Shukshin retrató mejor que nadie, ya en el siglo XX, las características de la rebelión de Razin en la novela Je suis vennu vous apporter la liberté. Irascible, Razin difícilmente toleraba el servilismo, y no entendía como los mismos siervos que se le habían unido solían retroceder a la hora de enfrentarse con las tropas zaristas, pero sobre todo con una Iglesia temida. Furioso, Razin acabó por atacar los íconos, grandes símbolos de la ortodoxia rusa, y por granjearse de este modo la animosidad o el temor de muchos de quienes lo seguían. Amante de la libertad y al mismo tiempo cruel y justiciero, Razin no siempre era capaz de comprender las contradicciones del “populacho” que formaba su ejército, como acabó por no comprender las propias contradicciones de los cosacos que lo entregaron, cansados como estaban de la lucha contra el zarismo.

Los cosacos siempre han resultado fascinantes en la historia rusa, como estamento militar y como protagonistas de grandes sublevaciones campesinas en un pasado ya lejano. Fue sin duda entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial que su aureola se vino abajo, aunque hayan resurgido con algunas de sus reivindicaciones con la caída de la Unión Soviética. Un auténtico renacer cosaco se antoja difícil, aunque este estamento siga ofreciendo, hasta hoy, sus servicios de guardafronteras a Moscú. Y es que la misma Rusia, durante el siglo XX, dejó en un “gran salto” de ser un mundo predominantemente rural, para convertirse en uno urbano donde los cosacos apenas pueden ser una pieza de museo y un motivo de atracción turística.

  1. Bibliografía

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